Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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sábado, 8 de octubre de 2016

168. Slawomir Mrożek II


La encuesta

   Salgo de un supermercado y los de la tele van y me preguntan:
   —¿Existe Dios o no existe?
   —Ahora le digo —le contesto al del micrófono—, en cuanto me alise el pelo.
   Saqué un peine del bolsillo y me alisé el pelo. Luego, me acordé de que tenía un grano en la nariz.
   —¿Tal vez mejor de perfil? —le digo al de la cámara.
   Me puse de perfil ante la cámara.
   —¿Y si me acerco a casa para ponerme algo que me favorezca más? Vivo cerca.
   No respondieron. Y no me he dado aún la vuelta cuando veo que ya no están a mi lado. Ahora encuestaban a una tía. Y ya iba yo a meterme por medio —cómo voy a permitir que una tía me arrebate una intervención en la tele—, pero se me había olvidado cuál era la pregunta, así que me fui a casa.


La cautela

   Mi ansiedad iba creciendo a medida que me acercaba al lugar más tenebroso del bosque. Decían que allí acechaban los bandoleros.
   Estaba a punto de dejar atrás aquel tramo tan peligroso, cuando tres individuos me cortaron el paso.
   —¿Ustedes son bandoleros? —les pregunté.
   —¿Nosotros? ¡Qué va! Somos guardabosques.
   Respiré con alivio.
   —Aunque, ahora que lo dice, rondan por aquí unos tipos extraños. ¿Por qué no nos deja en depósito el dinero en efectivo que lleva? Mejor no correr ningún riesgo.
   Se los entregué todo y, libre de preocupaciones, seguí mi camino. Debo admitir que nadie me molestó: ¡ni rastro de bandoleros!
   Pero yo soy una persona precavida.


Sławomir Mrożek
Un héroe

   Un buen día, paseando por la orilla de un río vi de pronto a un boy scout que se estaba ahogando. Conozco el lugar, no es profundo, así que decidí salvarlo en cuanto se reuniera un poco más de público. Me senté en un banco a esperar. El boy scout gritaba de lo lindo, por lo que al cabo de poco se congregó en la orilla un nutrido grupo de gente. Esperé un poco más para que el público estuviera al completo, entonces me levanté, me acerqué al agua y, animado por los gritos de admiración, me puse a quitarme lentamente el zapato izquierdo. El público me aplaudió. Estaba ya en calcetines cuando me di cuenta de que un sinvergüenza también se disponía a desnudarse. Me puse furioso.
   —Yo estaba aquí primero —le dije.
   —¿Es tuyo el boy scout o qué? —me contestó. Y empezó a quitarse el chaleco.
   —¡Tiene razón! —se dejaron oír unas voces entre el público—. ¡El boy scout es de todos!
   —Deja esos pantalones —le dije—. Tu aún no estabas en este mundo cuando yo ya salvaba boy scouts.
   —Habrás salvado a tu abuela —me contestó en un tono insultante.
   —Y tú a tu tía. Vete a hacer puñetas y deja en paz al boy scout.
   El público iba en aumento. Unos estaban de mi parte, otros decían que todo el mundo tiene derecho a salvar boy scouts. Vi que las cosas se complicaban y que todo dependía de quién se desnudase primero. Aunque él había comenzado más tarde, como llevaba cremallera, me alcanzó. Le gané sólo al llegar a los calzoncillos. Al ver que perdía su oportunidad, quiso saltar al agua tal como estaba, en ropa interior. Se me encendió la sangre y le puse la zancadilla. ¡Por hacerse el héroe!
   No sé qué pasó con el boy scout porque a nosotros nos llevaron a urgencias. Yo le disloqué un brazo y él me rompió algunos dientes.
   Salvar a los que se ahogan requiere valor y sacrificio.


Es sólo política

   —¿Tú también, Brutus, hijo mío? —alcanzó a preguntar con una voz en la que había pena y sorpresa a partes iguales.
   —¡Qué va! Es sólo política, no hay ninguna motivación personal —explicó Brutus, y le dio otra propina con el puñal—. Personalmente, no tengo nada en contra de usted, papá.
   —Ah, pues disculpa, yo no quería ofenderte —dijo César, y murió.


Las cuitas del joven Werther

   El director de la filarmónica nos recibió con amabilidad.
   —¿En qué puedo servirles? —preguntó.
   —Nos debe cincuenta mil.
   —Es posible, pero no acierto a saber por qué razón. ¿Podrían ustedes aclarármelo?
   —En calidad de anticipo —le aclaré.
   —Tal vez, es una práctica habitual. Pero anticipo, ¿a cuenta de qué?
   —De nuestra actuación en la filarmónica.
   —Sí, eso ya tiene cierto fundamento. Sin embargo, si no me falla la memoria, es la primera vez que nos vemos. ¿Acaso hemos firmado un contrato por correo?
   —Aún no, pero podemos firmarlo ahora mismo.
   —Indudablemente. Pero quisiera conocer a grandes rasgos su propuesta. ¿Ustedes forman un conjunto musical?
   —De momento no, pero lo formaremos.
   —Y más o menos ¿con qué repertorio?
   —Eso ya lo veremos cuando aprendamos a tocar.
   —¿A tocar?
   —Sí, a tocar instrumentos musicales, por supuesto.
   La torpeza de ese individuo comenzaba a enervarme.
   —¿Quiere decir que aún no saben?
   —Aún o ya, ¿qué más da? El futuro de todas formas nos pertenece. ¿No ve que somos jóvenes?
   —¡Oh!, desde luego. Sin embargo, ¿puedo sugerirles algo? Primero aprendan a tocar, después toquen un poco y luego nos vemos. El futuro sin duda les pertenece.
   Y no nos dio el anticipo, el muy facha. Salimos de allí perjudicados socialmente. En el muro había un cartel que anunciaba la actuación de un tal Mozart.
   —¿Quién es? —preguntó… pero no me acuerdo cuál de nosotros, porque me falla la memoria, sobre todo antes del mediodía.
   —Seguramente un viejo.
   Dejamos de pensar en el arte y nos dedicamos a construir una bomba. Un día de éstos la pondremos en la filarmónica. La lucha por la justicia es lo primero.


La antigüedad

   Pasé por una tienda de antigüedades y, mirando cosillas, vi en un rincón una figura que representaba a un hombre joven con barba, de tamaño natural. Estaba entre un reloj imperio y un jarrón de la época Ping.
   —¿Es de cera o de marfil? —pregunté al propietario de la tienda.
   —Ni de una cosa ni de la otra. Es un revolucionario de verdad, de finales del siglo veinte, auténtico. ¿Por qué no se lo lleva?
   —¿Y es muy caro un revolucionario de éstos?
   —Qué va, se lo dejaré baratísimo, ahora los revolucionarios han bajado mucho de precio. Tengo veinte más en el almacén. A decir verdad, no tiene prácticamente ningún valor como antigüedad a causa de la excesiva oferta.
   —Entonces, ¿por qué me lo ofrece?
   —Porque puede tener un valor utilitario, si a usted le parece.
   —¿Y qué utilidad se supone que puede tener?
   —Lo pondrá en su casa y él le hará la revolución.
   —O sea, ¿qué?
   —Romperá la vajilla, arrancará los pomos, ensuciará la alfombra del salón… Lo normal en los revolucionarios.
   —¿Y usted llama útil a esto? ¡Si no son más que estropicios!
   —Pero, ¿acaso su vida no es demasiado aburrida? Venga, reconózcalo.
   Entorné los párpados. Con los ojos de la imaginación vi la vajilla en la cocina dispuesta en los estantes, en orden, como siempre; los pomos eternamente en su sitio, en la puerta; la alfombra del salón invariablemente limpia… Es verdad, qué falta de perspectivas, qué aburrimiento…
   —Vale, me lo llevo.
   —¿Se lo envuelvo?
   —No, pesará al menos setenta kilos, que vaya por sí solo.
   Me dio una paliza nada más pisar la calle. Y de pronto sentí que en mi vida ya había movimiento.


Academia de ciencias

   Desde aquella montaña se divisaban los valles en toda su amplitud, y en el suelo había dos vigas cruzadas.
   —Ahora túmbate —dijo el mayor.
   —¿Y para qué me tengo que tumbar?
   —Para descansar. La montaña es escarpada, te has cansado. No, no en el suelo, sobre las vigas.
   —¿Por qué sobre las vigas?
   —Porque la tierra está humeda después de la lluvia, podrías coger un resfriado. Sí, eso es, y ahora abre los brazos.
   —¿Por qué?
   —Porque así se respira mejor. Y junta las piernas.
   Me sujetaron las manos por las muñecas y las piernas por los tobillos; me los apretaron contra la madera. Sacaron un martillo y unos clavos y se pusieron a clavar.
   —¿Por qué me estáis clavando?
   —Para que no caigas cuando te pongamos derecho. Podrías caer y golpearte, o hasta podrías herirte o romperte un brazo o una pierna. Y si te clavamos, los clavos te sujetarán. No te caerás.
   —Pero, ¿para qué queréis ponerme derecho?
   —Desde aquí, desde esta montaña hay muy buena vista, pero para ti, desde arriba, será todavía mejor. Porque estarás todavía más arriba.
   Me levantaron tendido sobre las vigas, la viga vertical la clavaron en la tierra y la reforzaron con unas piedras.
   —Ya está —dijeron. Estaban contentos con su trabajo.
   —Bueno, pues nosotros ya nos vamos —dijo el mayor poniéndose el casco que se había quitado, pues había sudado mientras trabajaba—. Y tú te quedarás aquí.
   —¿Y por qué tengo que quedarme aquí?
   —Para que reflexiones sobre el sentido del sufrimiento. Es decir, para que descubras qué significa en el fondo del dolor. Cuando descubras algo, lo explicarás.
   —Pero, ¿por qué tengo que descubrir algo?
   —¿Qué pasa? ¿Te gustaría sufrir sin sentido? Está mal, hermano, está mal. Todo tiene que tener un sentido.
   Empezaron a descender la montaña, alejándose hacia abajo.
   —Pero, ¿a quién se lo voy a contar —les grité— si vosotros ya no estaréis aquí?
   No contestaron, porque ya no estaban.


In memoriam Slawomir Mrożek